La lluvia ácida es una de las consecuencias de la contaminación atmosférica. Se produce cuando las emisiones contaminantes de las fábricas, automóviles o calderas de calefacción entran en contacto con la humedad de la atmósfera.
Estas emisiones contienen óxidos de nitrógeno, dióxido de azufre y trióxido de azufre, que al mezclarse con agua se transforman en ácido sulfuroso, ácido nítrico y ácido sulfúrico.
Este proceso también sucede de forma natural a través de las erupciones volcánicas.
Los ácidos resultantes se precipitan a la Tierra en forma de lluvia o nieve con consecuencias muy negativas: por un lado los daños a la naturaleza en forma de acidificación de suelos, lagos y mares con el consiguiente perjuicio para la flora y la fauna terrestre y marina.
Por otro lado, la lluvia ácida provoca también la corrosión de elementos metálicos (edificios, puentes, torres y otras estructuras) y la destrucción del patrimonio humano realizado en piedra caliza, edificios y construcciones históricas, estatuas, esculturas.
La única manera de detener la lluvia ácida es reduciendo las emisiones contaminantes que la provocan.